Todavía no sé si llamar a Saul

Los creadores de Breaking Bad tenían la presión del listón alto y, a la vez, la carta blanca del  éxito cosechado, cuando se pusieron manos a la obra con Better Call Saul. Se lo tomaron con calma, le dieron forma y parieron una primera temporada de ritmo desigual pero con un final que prometía una excelente segunda temporada. No nos engañemos, el éxito de Saul –­o más bien el de Jimmy McGill– está en sus trapicheos. Dedicarle un par de episodios a sus orígenes no está mal, pero lo que los espectadores querían ver –yo por lo menos– era como Saul conseguía salirse de  situaciones límite o como ayudaba a personajes egoístas y con pocas luces. Algún episodio de la primera temporada, como el de los gemelos contra Tuco Salamanca, responde a este esquema. La mayoría no. Al final de los primeros diez episodios –no explicaré cómo– nos imaginamos que Jimmy McGill ha abandonado su deseo de ser un «buen abogado» y que en los próximos diez veremos por fin a Saul, pero no ha sido así. El primer episodio de la segunda temporada es largo, lento y descorazonador: volvemos a lo mismo. El hermano de Jimmy sobra, la relación con Kim aburre y todo lo que sucede en el bufete de Hamlin & McGill es soporífero. Por suerte, las tramas del viejo Mike, su historia y los personajes con los que se relaciona –en especial, el informático– suben el nivel de la serie y nos insinúa en lo que se podría convertir si Jimmy perdiera sus escrúpulos de una vez. Pero hasta que el personaje de Bob Odenkirk no deje de llamarse Jimmy y adopte por fin el nombre de Saul, esta serie no será lo que tendría que haber sido desde un principio.

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